viernes, 27 de septiembre de 2013

Ultimate Frisbee, la filosofía del juego limpio

Por Bárbara Dibene
Video: Álvaro Vildoza







Desde hace dos años y gracias al aporte de Riley Peck, un estudiante de Estados Unidos que vino a realizar una maestría en Argentina, los espacios verdes de La Plata se convirtieron en la cancha de un deporte que crece de a poco pero promete instalarse, el Ultimate Frisbee. Tendencia en más de 42 países, el juego consiste en el enfrentamiento entre dos equipos de siete personas que buscan anotar puntos recibiendo pases de disco en “la zona de gol”.

Transeúntes llegó hacia el final de uno de los entrenamientos realizados en Plaza Malvinas y se encontró con un grupo de jóvenes que no sólo comparten un deporte sino un “espíritu de juego”, como ellos mismos definen, y un gran compañerismo. Después de tres horas de trote y picaditos, los chicos se sentaron en ronda y merendaron pasándose el reporter de mano en mano.

—Un día Riley nos invitó a la plaza para mostrarnos un deporte que practicaba y era muy popular en su país. Cuando vimos el disco pensamos automáticamente en el juego de playa, pero él nos explicó que había reglas y hacía falta entrenamiento Desde ahí hubo quienes nos copamos y lo tomamos en serio—recordó Mercedes Napolitano mientras le daba vueltas al disco reglamentario de 175 gramos.

La Organización Mundial del disco volador es quien se encarga de confeccionar las pautas de juego y de equipamiento, y nuclear a organismos locales como la Asociación de Deportes de Disco Volador de laRepública Argentina. Una de las máximas fundamentales del Ultimate es el juego limpio, al final de cada partido se pide a los equipos que punteen a sus compañeros y en base a los resultados se da un premio al que mejor cumplió con este principio.

—Lo mejor del Ultimate es que al ser un deporte mixto y sin contacto cualquiera puede jugar. Además no hay árbitros, o en realidad todos somos el árbitro, resolvemos entre nosotros las cuestiones de faltas. —El reporter pasa a manos de Lucía, de Tierra del Fuego, quien juega hace ya varios meses.

Como en todo deporte hace falta práctica y por  eso este equipo platense se reúne tres veces por semana. Aunque dicen que al principio cuesta, como todo, la perseverancia y la ayuda de los que superaron la etapa de arrancar desde cero hace que cualquiera pueda tener un buen desempeño.

—Yo juego hace cuatro o cinco años en un equipo de mi ciudad natal. Cuando llegué acá y busqué actividades para hacer, me encontré con que podía mantener una parte importante de la vida en mi país —comentó Zander, estudiante de Estados Unidos que vino por un intercambio durante el semestre. —Es interesante ver cómo crece el deporte en la ciudad.

Zander no es el único extranjero, durante estos meses se han acercado colombianos, franceses y ecuatorianos. Muchos conocían el deporte y otros sólo se sintieron atraídos por la curiosidad, como todo el equipo de Transeúntes que los invita a sumarse al equipo y difundir el trabajo y el concepto de Ultimate "diversión, honestidad, familia y salud".

Los pueden encontrar en facebook en: Ultimate Frisbee La Plata






jueves, 26 de septiembre de 2013

Matar al pedo

Por Daiana Gimenez



-Mataron al pedo- dijo Kevin Molina. Tenía problemas con la R. Él pensó con 5 años que esa bala perdida que tanto lo había asustado había matado a un perro. Pero con sus problemitas para hablar, sin querer acertó. Mataron al pedo a Kevin, a su tocayo, a su amigo.

4 años después Zavaleta perdió a éste Kevin.  Fue un tiro a la cabeza, al pedo también.

Era un morochito flaquito de ojos achinados. Le faltaba un diente pero vivía sonriendo. Iba a tercer grado y también participaba del espacio de apoyo, a metros de su casa, que crearon los vecinos del barrio después de la muerte de su amigo.

Los tiroteos son moneda corriente en la villa. En el primero de la semana, por miedo Kevin se había escondido debajo de una mesada. No quería ver nada. Se acurrucó ahí esperando que el tiroteo cese mientras los vecinos llamaban a Prefectura para que actuara, pero se quedaron en la garita de brazos cruzados mientras los narcos ajustaban sus cuentas sin importarles que se cruzara.

El viernes 6 de septiembre la segunda balacera de la semana estalló en la villa de Pompeya. Kevin Molina, con sus 9 años estaba jugando afuera de la casilla de la tira 6, atrás de la Plaza Kevin,  que llevaba ese nombre en honor al chiquito asesinado en el 2009 y que éste Kevin había ayudado a construir. Ahí, afuera de donde vivía con sus hermanos y su madre, una bala lo alcanzó.

Quizá sí este tiroteo se hubiera desatado fuera de Zavaleta hoy sería tema de debate en la agenda en los grandes medios, pero sólo La Garganta Poderosa, con su periodismo de rimas, lo contó entre tristeza e indignación

- Toda Zavaleta está destrozada, llorando sangre y sintiendo que nada sirve para nada, que podemos marchar a tribunales o explotar en las redes sociales, pero seguiremos siendo "los marginales. ¿O van a decir que acaso fue un caso aislado? ¡Qué quilombo armarían si hubiera pasado en otro lado!- grita La Garganta en su Facebook.

No son casos aislados, que los chicos mueran en las villas es, lamentablemernte, bastante común. A Matías, al igual que a los Kevin, lo alcanzó una bala, a Luciano la policía. A María y Facundo la inoperancia y la falta de urbanización.  Quizá más anónimas son aquellas chicas atrapadas en la prostitución o aquellos que el Paco también los alcanzó. Estos son solo algunos de los casos que La Garganta desde su creación viene denunciando.

Otra de las revistas que viene denunciado lo que pasa en las villas es ¿Todo Piola?, una revista cultural creada dentro de una cárcel “a favor de que nos dejen a los villeros pensar y representarnos por nosotros mismos”. En su última editorial, ésta revista, encabezada por el poeta Cesar González, titulada “Lo que necesitamos es vida”, señala que hay “…muertos llenos de plomo policial, policía llenos de plomo villero, pibes llenos de muerte viejos llenos de muerte, viajes llenos de muerte…”.


Los medios hegemónicos ni los gobiernos de esto no hablan. Sólo son unos pocos medios, de origen villero, popular, los que gritan estas verdades. Pero nos los escuchan. Ni a los gritos de ¿Todo Piola? ni a los de La Garganta mientras siguen cayendo Kevins, Lucianos y Matías, al pedo.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Efemérides bajo la lluvia

Por Álvaro Vildoza

Los 21 de septiembre se festejan los días de la primavera, del estudiante, y del fotógrafo. Este año, en la plaza Italia platense, faltaba la más importante. No paraba de llover desde el mediodía, y aunque la ciudad seguía con su rutina de sábado y más de diez líneas de colectivos bordeaban constantemente el lugar, eran muy pocos los que se acercaban al visitar los puestos de artesanos.



—¡Está todo el mundo yéndose y nosotros armando! —comentó un puestero de la punta noroeste de la plaza a sus compañeros, una artesana que hacía bijouterie de plata y alpaca y otro que nunca armó su puesto pero sí cebó mates comunitarios toda la tarde—. Es raro lo que digo, pero yo sé que va a parar.
Los tres coincidían en una cosa: cuando llueve no se trabaja, pero apenas sale un rayo de sol, la gente de los edificios de alrededor, los amigos que empiezan a juntarse, siempre llegan.
—Uno trabaja toda la semana, encerrado en el taller. Venir acá es un poco salir a airearse, aunque sea a estar con los compañeros y pasarla bien un rato.
Del lado opuesto de la feria, mirando a su izquierda, a una calle 7 que lleva al centro, un puestero que vende llamadores de ángeles y fuentes de cerámica envolvía su trabajo en papeles de diario y los ubicaba en varias cajas grandes de cartón. Su humor era opuesto al de su colega de la otra punta.
—¿Y qué voy a hacer? —repetía ofuscado —¿Qué voy a hacer con una lluvia así? Tengo que levantar todo y tomarmelás.
Así de cambiante es todo en esa plaza. Los olores se mezclaban entre el de la humedad de la tierra, el del café que servía un vendedor en bicicleta o de los mates con cáscara de naranja que intercambiaban los puesteros y todo aquello con el penetrante aroma a pasto mojado de los cigarrillos de marihuana.
—¿Hay faso? —preguntó un recién llegado a la charla entre un grupo de artesanos hippies muy cómicos y uno de los dos fotógrafos que rondaban la feria. El más simpático, de rostro vivaz, vestido con una campera larga y con un colmillo de tiburón atravesándole la oreja, le respondió compartiendo su cigarrillo. El hijo de uno de ellos, un niño de unos cinco años, tomaba gaseosa en lata, posaba para el fotógrafo y miraba toda la escena sentado bajo el tablón.
La lluvia llenaba los toldos que cubrían los puestos.  Vaciarlos era el entretenimiento de dos nenas; una mayor, que con un alambre saltaba y golpeaba “el techito” y la otra, con restos de pintura artística en su cara, que la animaba gritando:
—¡Otra, otra, otra más! —Y el agua caía en un solo chorro pesado, cortando con su sonido los retos de la madre.
Los timbales que tres muchachos jóvenes tocaban en un puesto, casi en el centro de la plaza, eran los únicos que producían un sonido constante además de la lluvia y el murmullo incesante de los motores que hacían de la plaza gran una rotonda. Los otros eran el de las bolsas que armaban o desarmaban  los artesanos con sus cosas y el de los diálogos que entablaban algunos estudiantes con los menos de veinte puesteros que habían decidido quedarse.
Dos empleadas municipales barrían y se esforzaban por encontrar algo que levantar y poner en la bolsa de residuos que llevaban. No había hojas en el suelo, ni basura arrojada en la semana y las bolsas en los tachos eran nuevas.

Los cotidianos
—Hay que trabajar. Es el único dinero de la semana éste. —La mujer que lo decía hablaba acariciando sus tejidos: sombreros para bebés y niños, de uno o varios colores, con hocicos de chancho, rayas de tigre o un gran ojo sobre el gorro que recreaba al personaje de la película animada Monster Inc. Era tucumana, tenía una edad que no decía, pero rondaba los cincuenta, vivía en Berisso y tomaba el 214 para llegar a la plaza todos los fines de semana hace cuatro años y el 202 para volver a su casa.
Conversaba con el fotógrafo y lo felicitó por su día, se había enterado por la radio. Él agradeció con acento norteño y las pequeñas arrugas de ella se marcaron alrededor de sus ojos y la piel, seca por el frío, se estiró en una sonrisa.
—¡Somos vecinos! Yo soy de un pueblito al borde del cerro, en Tucumán.
—¿Hace cuánto que se vino para acá?
—Y, mijo’, ya son 29 años. Vuelvo todos los años, igual. Toda mi familia vive allá. Acá trabajé en dependencia y después cuando me quedé sin nada tuve que hacer lo que sabía y acá estoy, todos los sábados y domingos.
Con la conversación los datos de la mujer se sumaban y entre el fotógrafo y ella crecía la simpatía. Hablaron de Catamarca; de la Feria del Poncho a la que a esta simpática artesana le encantaría ir; de Santa María, que según contó, la mitad era de su padre y se encuentra en proceso de sucesión. Recibida en Psicología Social “de grande”, comprendía y ayudaba siempre que los estudiantes necesitaban información sobre su trabajo.
Los estudiantes son el público que acostumbra ir a la feria de plaza Italia, con sol o con lluvia. Como aquel sábado, en el que los visitantes eran chicos y chicas veinteañeros, algunos policías que miraban a los que fumaban sin decirles nada. Detrás de su puesto, un artesano saludaba a cada uno de ellos inclinando la cabeza.
—Piki, ¿un mate? —le ofreció una mujer del puesto de enfrente.
Era un hombre alto, morocho, de ojos cansados y muy claros. Llevaba un gorro negro tejido que bien podría haber sido obra de su compañera tucumana, y su pelo blanco caía enrulado hasta los hombros. Hacía más treinta años que trabajaba en la feria:
—Eran los tiempos de la dictadura. Nos veían con el pelo largo, acá en la plaza y sí, éramos “los peligrosos”.
El tablón de Piki tenía varios manteles encimados en los que había dispuesto sin ningún orden aparente muchos retazos de cuero, fustas, billeteras, portacelulares del mismo material pero de distintos colores y grosores. Sobre su cabeza se balanceaban unas cuantas mochilas de terminación fina y resistente que emanaban un perfume “que sólo tienen los productos hechos con un buen cuero argentino”.
Unos puestos más allá, una versión físicamente parecida a un “Piki joven” trenzaba unos alambres de alpaca que daban forma a un colgante con la piedra nacional, rodocrosita, pero no de la variedad más conocida, la “Ortiz” (rosada muy pura, a veces casi roja) sino de una muy veteada con un color marrón como los cerros de donde la extraen, la “Capillita”.

Los que se van
A Plaza Italia la rodean edificios muy altos, uno moderno completamente vidriado y otros muy arruinados, de paredes manchadas de humedad. Desde allí algunos encendían unas lámparas y miraban hacia abajo: veían una plaza en la que a las cinco de la tarde quedaban de los varios autos estacionados horas antes en sus calles internas, uno solo con  el baúl abierto y el carro de otro artesano al lado de la escultura de acero inoxidable de Rodríguez del Pino. Desde la heladería del frente, sentado en el piso bajo el mostrador, con tres bolsas llenas, un viejo de barba y mirada larga tenía la vista clavada en la plaza.


—Lo que tiene La Plata es eso: un poco de sol y la plaza se llena. Ya van a ver —seguía repitiendo el artesano, mientras pasaba el mate.